lunes, 28 de octubre de 2024

Giacomo Leopardi XXIII Canto notturno di un pastore errante dell’Asia


Che fai tu, luna, in ciel? dimmi, che fai,
Silenziosa luna?
Sorgi la sera, e vai,
Contemplando i deserti; indi ti posi.
Ancor non sei tu paga
Di riandare i sempiterni calli?
Ancor non prendi a schivo, ancor sei vaga
Di mirar queste valli?
Somiglia alla tua vita
La vita del pastore.
Sorge in sul primo albore
Move la greggia oltre pel campo, e vede
Greggi, fontane ed erbe;
Poi stanco si riposa in su la sera:
Altro mai non ispera.
Dimmi, o luna: a che vale
Al pastor la sua vita,
La vostra vita a voi? dimmi: ove tende
Questo vagar mio breve,
Il tuo corso immortale?

 

Vecchierel bianco, infermo,
Mezzo vestito e scalzo,
Con gravissimo fascio in su le spalle,
Per montagna e per valle,
Per sassi acuti, ed alta rena, e fratte,
Al vento, alla tempesta, e quando avvampa
L’ora, e quando poi gela,
Corre via, corre, anela,
Varca torrenti e stagni,
Cade, risorge, e più e più s’affretta,
Senza posa o ristoro,
Lacero, sanguinoso; infin ch’arriva
Colà dove la via
E dove il tanto affaticar fu volto:
Abisso orrido, immenso,
Ov’ei precipitando, il tutto obblia.
Vergine luna, tale
E’ la vita mortale.

 

Nasce l’uomo a fatica,
Ed è rischio di morte il nascimento.
Prova pena e tormento
Per prima cosa; e in sul principio stesso
La madre e il genitore
Il prende a consolar dell’esser nato.
Poi che crescendo viene,
L’uno e l’altro il sostiene, e via pur sempre
Con atti e con parole
Studiasi fargli core,
E consolarlo dell’umano stato:
Altro ufficio più grato
Non si fa da parenti alla lor prole.
Ma perchè dare al sole,
Perchè reggere in vita
Chi poi di quella consolar convenga?
Se la vita è sventura,
Perchè da noi si dura?
Intatta luna, tale
E’ lo stato mortale.
Ma tu mortal non sei,
E forse del mio dir poco ti cale.

 

Pur tu, solinga, eterna peregrina,
Che sì pensosa sei, tu forse intendi,
Questo viver terreno,
Il patir nostro, il sospirar, che sia;
Che sia questo morir, questo supremo
Scolorar del sembiante,
E perir dalla terra, e venir meno
Ad ogni usata, amante compagnia.
E tu certo comprendi
Il perchè delle cose, e vedi il frutto
Del mattin, della sera,
Del tacito, infinito andar del tempo.
Tu sai, tu certo, a qual suo dolce amore
Rida la primavera,
A chi giovi l’ardore, e che procacci
Il verno co’ suoi ghiacci.
Mille cose sai tu, mille discopri,
Che son celate al semplice pastore.
Spesso quand’io ti miro
Star così muta in sul deserto piano,
Che, in suo giro lontano, al ciel confina;
Ovver con la mia greggia
Seguirmi viaggiando a mano a mano;
E quando miro in cielo arder le stelle;
Dico fra me pensando:
A che tante facelle?
Che fa l’aria infinita, e quel profondo
Infinito Seren? che vuol dir questa
Solitudine immensa? ed io che sono?
Così meco ragiono: e della stanza
Smisurata e superba,
E dell’innumerabile famiglia;
Poi di tanto adoprar, di tanti moti
D’ogni celeste, ogni terrena cosa,
Girando senza posa,
Per tornar sempre là donde son mosse;
Uso alcuno, alcun frutto
Indovinar non so. Ma tu per certo,
Giovinetta immortal, conosci il tutto.
Questo io conosco e sento,
Che degli eterni giri,
Che dell’esser mio frale,
Qualche bene o contento
Avrà fors’altri; a me la vita è male.

 

O greggia mia che posi, oh te beata,
Che la miseria tua, credo, non sai!
Quanta invidia ti porto!
Non sol perchè d’affanno
Quasi libera vai;
Ch’ogni stento, ogni danno,
Ogni estremo timor subito scordi;
Ma più perchè giammai tedio non provi.
Quando tu siedi all’ombra, sovra l’erbe,
Tu se’ queta e contenta;
E gran parte dell’anno
Senza noia consumi in quello stato.
Ed io pur seggo sovra l’erbe, all’ombra,
E un fastidio m’ingombra
La mente, ed uno spron quasi mi punge
Sì che, sedendo, più che mai son lunge
Da trovar pace o loco.
E pur nulla non bramo,
E non ho fino a qui cagion di pianto.
Quel che tu goda o quanto,
Non so già dir; ma fortunata sei.
Ed io godo ancor poco,
O greggia mia, nè di ciò sol mi lagno.
Se tu parlar sapessi, io chiederei:
Dimmi: perchè giacendo
A bell’agio, ozioso,
S’appaga ogni animale;
Me, s’io giaccio in riposo, il tedio assale?

 

Forse s’avess’io l’ale
Da volar su le nubi,
E noverar le stelle ad una ad una,
O come il tuono errar di giogo in giogo,
Più felice sarei, dolce mia greggia,
Più felice sarei, candida luna.
O forse erra dal vero,
Mirando all’altrui sorte, il mio pensiero:
Forse in qual forma, in quale
Stato che sia, dentro covile o cuna,
E’ funesto a chi nasce il dì natale.

 

¿Qué haces, luna, en el cielo? Dime, ¿qué haces
silenciosa luna?
Surges de noche y vas
contemplando los desiertos, y luego te paras.
¿Aún no estás cansada
de recorrer los caminos del cielo?
¿Es que aún no te cansas ni te hastías
de mirar estos valles?
Se parece tu vida
a la del pastor.
Sale con la primera luz
y conduce el rebaño por el campo; ve
majadas, prados, fuentes.
Después, cansado, reposa de noche.
Otra cosa no espera nunca.
Dime, oh luna, ¿de qué le sirve
su vida al pastor,
y a ti la tuya? Dime, ¿adónde tiende
este vagar mío,
tan breve,
y tu curso inmortal?



Viejo, canoso, enfermo,
descalzo y casi sin vestido,
con la pesada carga a las espaldas,
por valles y montañas,
por rocas y por playas y por brañas,
al viento, con tormenta, cuando abrasa
la hora y cuando hiela
corre, corre anhelante,
cruza estanques, torrentes,
cae, se levanta
y se apresura siempre,
sin reposo ni paz,
herido, ensangrentado; hasta que llega
allá donde el camino
y donde tanto afán al fin se acaba:
horrible, inmenso abismo
donde al precipitarse todo olvida.
Oh, virgen luna,
así es la vida mortal.



Al dolor nace el hombre
y ya hay riesgo de muerte en el nacer.
Es la pena, el tormento,
lo que, desde el principio, va probando.
Y los padres empiezan
a consolarle por haber nacido.
Y luego, cuando crece,
uno y otro le sostienen, y así, por siempre,
con palabras y actos,
procuran darle ánimo
y consolarle de su estado humano:
porque no existe más grata tarea
de padres con sus hijos.
Pero, ¿por qué alumbrar,
por qué mantener vivo
a aquel que, por nacer, es necesario consolar?
Si la vida es desventura,
¿por qué continuamos soportándola?
Intacta luna, tal es el mortal estado.
Pero tú mortal no eres
y acaso cuanto digo no te importe.



Tú, solitaria, eterna peregrina,
tan pensativa, acaso bien comprendas
este vivir terreno,
nuestra agonía y nuestros sufrimientos;
acaso sabrás bien de este morir, de esta suprema palidez
del semblante,
y faltar de la tierra, y alejarse
de habitual y amorosa compañía.
Y tú, seguro que comprende
el porqué de las cosas, y ves el fruto
del alba y de la noche,
del callado e infinito fluir del tiempo.
Sin duda sabes a qué dulce amor
sonríe la primavera,
a qué ayuda el verano y qué procura
con sus hielos el invierno.
Mil cosas sabes y otras mil descubres
que al sencillo pastor le están prohibidas.
A veces, si te miro
tan silenciosa, encima del desierto llano,
que allá, en el horizonte lejano, cierra el cielo;
o bien, con mi rebaño,
seguirme poco a poco; o cuando veo
arder allá en el cielo las estrellas,
pensativo me digo:
«¿Para qué tantas estrellas?
¿Qué hace el aire infinito,
la profunda serenidad sin fin?
¿Qué significa esta
inmensa soledad? ¿Y yo qué soy?».
Conmigo así razono y de este espacio
soberbio, ilimitado,
de esta familia innumerable,
adivinar no sé la utilidad, el fruto,
después de tanto afán, del movimiento
de cada cosa terrena y celeste
girando sin reposo
para volver allá donde surgieron.
Pero en verdad –oh doncella inmortal–
tú sí lo sabes todo.
Yo sólo sé y comprendo
que de los eternos giros
y de mi frágil ser,
bien y goce
otro hallará; mi vida es mal tan sólo.


Oh, rebaño mío que reposas, oh tú, dichoso,
acaso ignorando tu miseria.
¡Cuánta envidia te tengo!
No sólo porque de afanes
te encuentras casi libre;
Y todo sufrimiento, todo daño,
cada temor extremo, pronto olvidas,
acaso porque nunca sientes tedio.
Reposando a la sombra, en la hierba,
estás dichoso y sosegado;
Y la mayoría del año
vives en tal estado, sin molestia.
Yo a la sombra me siento, sobre el césped,
y de hastío se llena
mi mente, como sentir una espuela clavada;
así que nunca he estado tan lejos, aun sentado,
de hallar la paz o espacio.
Y ya nada deseo,
y razón de llorar nunca he tenido.
Lo que tú gozas y cuánto
no sé decirlo;
sí sé que eres dichoso.
Poco es el goce que yo siento,
oh rebaño mío, pero de ello no me duelo.
Si supieses hablar preguntaríate:
«Dime, ¿por qué yaciendo
ocioso, sin cuidados,
cada animal descansa,
y yo, cuando reposo, siento tedio?».



Quizá si alas tuviese
para ir a las nubes
y contar una a una las estrellas,
o, como el trueno, errar de cima en cima,
sería más feliz, dulce rebaño,
sería más feliz, cándida luna.
O es que tal vez se aleja
de la verdad mi mente, si pienso en otra suerte:
acaso en toda forma,
en todo estado, ya sea en cuna o en cubil,
es funesto a quien nace el nacimiento.

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