La estatua, descubierta en Roma en 1489 en la colina del Viminal, llegó al Vaticano entre 1508 y 1509, por voluntad del pontífice Julio II, que estaba creando el Patio de las Estatuas con un programa iconográfico compuesto centrado en los orígenes míticos de la antigua Roma. En aquella época, el Apolo debía de estar intacto, le faltaba sólo la mano izquierda y los dedos de la derecha, pero ya en 1511 se tiene noticia de la inserción de un “hierro” en la estatua, quizá para anclarla a la pared de uno de los nichos del Patio. Las obras de restauración fueron realizadas entre 1532 y 1533 por Giovannangelo Montorsoli, quien, escribe Vasari, «rehizo el brazo izquierdo que le faltaba a Apolo». En realidad, los grabados contemporáneos muestran que la intervención supuso también la sustitución del antebrazo derecho y la integración de la parte superior del tronco del árbol sobre el que se apoyaba así el nuevo brazo.
Las numerosas fracturas que pueden observarse hoy en la estatua -zócalo, tronco de árbol, tobillos, rodillas, brazo derecho y partes del manto- son el resultado de la larga vida de la escultura, que ha sido expuesta al aire libre desde su descubrimiento y ha sido objeto de manipulaciones y movilizaciones, incluso de cierta magnitud, como la napoleónica de París (1798-1815) y la más reciente, pero desgraciadamente no indolora, de los Estados Unidos de América (1983).
Después de examinar varias soluciones, la fragilidad actual de la estatua obligó a tomar la decisión de volver a proponer un soporte, como ya había decidido Antonio Canova, tecnológicamente avanzado: el elemento posterior de fibra de carbono, anclado a la base, utiliza únicamente los orificios y rebajes existentes y es capaz de reducir en unos 150 kg el peso que recae sobre las fracturas más delicadas. La tracción proporcionada por la barra mitiga además el desequilibrio del centro de gravedad hacia el brazo izquierdo que, inclinado hacia delante, también está muy lastrado por el manto.
La postura de un Apolo esbelto, escénica y bien realizada en el bronce original -del año 330 a.C., posiblemente obra del artista ateniense Leochares- resulta, en cambio, una solución bastante atrevida en mármol. Quizá por ello no ha llegado hasta nosotros ninguna otra réplica fiel de esta obra maestra de las esculturas griegas en bronce, aunque en época romana debió de existir una tradición de copias.
Un extraordinario descubrimiento en la década de 1950 permitió recuperar en las ruinas del palacio imperial de Baia, al norte de Nápoles, cientos de fragmentos de yeso pertenecientes a un taller que poseía vaciados tomados directamente de las obras maestras originales del arte griego del bronce de los siglos V y IV a.C., gracias a los cuales podía realizar copias fieles en mármol para los ricos mecenas de la zona de Flegrea. Entre estos fragmentos de yeso se reconoció también la mano izquierda que faltaba del Apolo de Belvedere. Ha parecido oportuno aprovechar la ocasión de esta restauración para devolver al dios lanzador su mano “original”, insertando, en el lugar de la de Montorsoli, un molde del “molde de Baia”: el gesto se ha vuelto más natural, la mano proporcionada y ligera.
Se ha lanzado otro dardo y la comunidad científica podrá juzgar la bondad de un experimento filológico, en cualquier caso, totalmente reversible.
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