En el cuadro “David” de 1914, Marc Chagall nos muestra un joven, probablemente algún amigo conocido duran- te los años parisinos o algún colega en Vítebsk, lugar al que Chagall se trasladó en ese año. Poco sabemos sobre la identidad del personaje retratado, aún si para Chagall el pueblo no es un elemento estático, sino el sujeto, el protagonista de la historia.
De hecho, lo que nos interesa aquí es su canto: sus ojos nos recuerdan a los del arte egipcio, donde la mirada hierática nos remite a un infinito, a un lugar fuera del tiempo; en su rostro se dibuja una sonrisa con un poco de incertidumbre, la atmosfera a su alrededor es incierta, confusa, gris. Su condición es la de todo hombre y mujer, que frente a la vida percibe a un cierto momento, como un vacío inmenso que colma su jornada.
Existe de hecho en cada uno de nosotros una nostalgia de algo completamente diferente de los que somos, algo que va más allá de mi consistencia material. Esta nostalgia de infinito, factor último de mis necesidades, me indica que la raíz de la cual provengo no se me ha dado total y exhaustivamente por mis antecedentes biológicos, químicos y físicos, tampoco me la dieron íntegramente mis padres, tanto que ellos no pueden sondear el fondo de mi ser.
“Existe de hecho en cada uno de nosotros una nostalgia”
Por lo tanto, de la insatisfacción natural y estructural por mi destino, inicia mi reconocimiento de un fundamento originario de Algo que me supera y trasciende, en lo que están depositados mis nostalgias, mis deseos, mis acusaciones. No obstante la hostilidad de la circunstancia, Existe en mi un imperativo deseo de felicidad, de positivo, de un sentido último. Este canto que se eleva es el signo de esta nostalgia que llevo dentro, el deseo que tengo que mi destino sea positivo. Este canto es una invocación (si hecho con sinceridad) que busca una respuesta, en la esperanza de que más allá de las estrellas que brillan en el cie- lo, haya una luz que ilumine el mundo entero.